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SÍNTESIS INICIAL
En 2 minutos, la evidencia incómoda. Lo que llamamos democracia nunca fue concebido como tal. Los arquitectos del sistema representativo moderno, tanto en Francia como en Estados Unidos, diseñaron explícitamente un mecanismo para impedir que el pueblo decidiera. Este texto demuestra que James Madison y Emmanuel-Joseph Sieyès rechazaron abiertamente la democracia, que Colombia heredó esta arquitectura a través de España y Francia, y que el Frente Nacional constituyó la expresión más pura de este diseño oligárquico. Explica por qué elegir y votar son operaciones radicalmente opuestas, y qué implica para cualquier ciudadano que deposita una papeleta creyendo ejercer poder. Si solo puedes leer esto, quédate con esto: cuando eliges, no decides nada; autorizas a otro a decidir todo en tu lugar.
El malentendido heredado
El ciudadano contemporáneo vive atrapado en un malentendido semántico de dos siglos. Acude a las urnas con la convicción de participar en un acto democrático, repitiendo un gesto que sus padres repitieron y que sus profesores le enseñaron a venerar. Nadie le mintió deliberadamente; simplemente todos heredaron el mismo error, transmitido de generación en generación como una enfermedad genética del lenguaje político. La confusión entre elección y democracia no es un accidente histórico sino el resultado de un diseño institucional que sus propios creadores describieron con notable franqueza, antes de que el vocabulario se corrompiera y la palabra “democracia” fuera secuestrada para designar exactamente su contrario.
Los padres fundadores contra la democracia
James Madison, principal arquitecto de la Constitución estadounidense, no dejó lugar a ambigüedades. En el Federalist Paper número 10, publicado en 1787, estableció con precisión quirúrgica la distinción entre república y democracia. La diferencia esencial residía en la delegación del gobierno a un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto. Madison no presentaba esto como un defecto sino como una virtud, un mecanismo de filtrado diseñado para refinar y ampliar las opiniones públicas, pasándolas a través del medio de un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría discerniría mejor el verdadero interés del país. La democracia directa le parecía un espectáculo de turbulencia y contención, incompatible con la seguridad personal y los derechos de propiedad. No disimulaba su desprecio; lo argumentaba.
Dos años después, al otro lado del Atlántico, Emmanuel-Joseph Sieyès pronunciaba ante la Asamblea Nacional francesa un discurso que sellaría la suerte del pueblo francés. El 7 de septiembre de 1789, mientras el fervor revolucionario prometía libertad e igualdad, Sieyès explicaba con calma que Francia no era, no podía ser una democracia. Puesto que cinco o seis millones de ciudadanos activos repartidos sobre veinticinco mil leguas cuadradas no podían reunirse, solo podían aspirar a una legislatura por representación. Los ciudadanos que nombran representantes renuncian y deben renunciar a hacer ellos mismos la ley. La formulación resulta notable por su honestidad brutal. No se trataba de una concesión práctica sino de una expropiación deliberada de la soberanía popular.
«El Pueblo, lo repito, en un país que no es una democracia (y Francia no podría serlo), el Pueblo no puede hablar, no puede actuar sino por sus representantes.»
– Emmanuel-Joseph Sieyès -, Discurso del 7 de septiembre de 1789
Bernard Manin, en su obra de referencia sobre los principios del gobierno representativo, demostró que esta inversión semántica no fue accidental. De los demócratas atenienses a Montesquieu, de Aristóteles a Rousseau, nadie soñaba con hacer de la elección el instrumento democrático por excelencia. Democracia no equivalía a gobierno representativo; era el sorteo lo que parecía más apto para respetar la igualdad estricta de los candidatos. Harrington, Montesquieu y Rousseau presentaban el sorteo como democrático y la elección como aristocrática. El sistema representativo mezcla rasgos democráticos y aristocráticos, pero la dimensión aristocrática fue cuidadosamente ocultada bajo una retórica de soberanía popular que los propios fundadores sabían ficticia.
Colombia, el laboratorio de la exclusión
La República de Colombia no inventó nada; heredó. Su sistema jurídico tiene raíces en el derecho romano y fue fuertemente influenciado por el sistema francés del Código napoleónico, así como por las tradiciones jurídicas italianas y españolas. La Constitución de Tunja de 1811 fue modelada directamente sobre el patrón francés, a través de la Constitución española de 1812. Antonio Nariño tradujo y publicó la Declaración de los Derechos del Hombre en 1794, introduciendo en territorio neogranadino el vocabulario revolucionario francés sin su contenido democrático. Los criollos libertadores importaron las palabras pero no el poder popular; construyeron repúblicas para sí mismos, no para las masas que habían movilizado.
La historia constitucional colombiana ilustra con claridad pedagógica la tesis de la antidemocracia fundacional. Durante los años 1880, Colombia transitó de una modernidad republicana americana, que valoraba el republicanismo democrático y el sufragio universal masculino, hacia una modernidad industrial occidental que priorizaba el desarrollo económico y la centralización estatal. Este giro condujo a la Constitución de 1886 y al fin de su experimento republicano. Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro diseñaron un Estado centralizado donde el presidente era elegido por el Congreso, los gobernadores nombrados por el presidente, y los alcaldes designados por los gobernadores. La cadena de legitimidad popular se rompía en el primer eslabón.
DATO CLAVE
El Frente Nacional (1958-1974) institucionalizó la alternancia obligatoria entre liberales y conservadores, con reparto paritario de todos los cargos públicos. Este sistema, concebido para pacificar el país después de La Violencia, excluyó constitucionalmente cualquier alternativa política durante dieciséis años. La elección presidencial fraudulenta de 1970, que derrotó al candidato populista Gustavo Rojas Pinilla, provocó la fundación del M-19.
El sistema del Frente Nacional terminó siendo percibido como una forma de represión política por los disidentes e incluso por muchos electores ordinarios. No se trataba de un accidente ni de una deriva; era el funcionamiento normal de un mecanismo diseñado para impedir que el pueblo decidiera. Los colombianos acudían a las urnas para elegir entre dos opciones predeterminadas que gobernarían de manera idéntica, alternándose en el poder según un calendario fijado de antemano. La elección existía; la decisión, no. El rito electoral funcionaba como una liturgia de legitimación que no transfería ningún poder real al electorado.
El mecanismo de la desposesión política
La confusión entre elegir y votar constituye quizás el dispositivo ideológico más eficaz jamás inventado. El ciudadano promedio, cuando se le pregunta qué hizo el domingo electoral, responde que fue a votar. Pero votar significa decidir. Elegir significa otra cosa completamente distinta: depositar el nombre de alguien en una urna aceptando que esa persona vote en tu lugar sobre todas las cuestiones que te conciernen. La diferencia no es semántica; es política. En la democracia ateniense, el ciudadano participaba directamente en la elaboración de las leyes que lo gobernarían. En el sistema representativo, renuncia explícitamente a este derecho. Como lo formuló Sieyès con admirable claridad, los ciudadanos que nombran representantes no tienen voluntad particular que imponer.
«Lo que define la representación no es que un pequeño número de individuos gobierne en lugar del pueblo, sino que sean designados únicamente por elección.»
– Bernard Manin –, Principes du gouvernement représentatif
El elegido nunca es el doble ni el portavoz del elector, sino que gobierna anticipando el día en que el público emitirá su juicio. Esta anticipación no equivale a obediencia; significa gestión de imagen. El representante cultiva una percepción de cercanía con sus electores mientras conserva un margen de independencia en sus decisiones. El sistema fue concebido así desde el origen. Madison celebraba que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo, sería más acorde con el bien público que si fuera pronunciada por el pueblo mismo. La representación no era un mal menor impuesto por las distancias geográficas; era un filtro deliberado para neutralizar las pasiones populares, especialmente aquellas que Madison calificaba de proyectos impropios o perversos, como la rabia por el papel moneda, la abolición de las deudas o la división igualitaria de la propiedad.
Las estructuras económicas, mediáticas y tecnocráticas contemporáneas refuerzan esta arquitectura originaria. Un referéndum sobre el euro no cambiaría nada en las relaciones de fuerza con el Banco Central Europeo. Una consulta popular sobre tratados comerciales no alteraría los compromisos ya adquiridos con organismos multilaterales. La decisión política real ocurre en espacios donde el ciudadano no tiene acceso ni representación efectiva. Los elegidos pueden ignorar sus promesas electorales porque el mandato imperativo, que obligaría al representante a ejecutar las instrucciones de sus electores, fue rechazado desde 1789. El representante no responde ante nadie durante su mandato; solo al final de este, si decide presentarse a reelección, deberá rendir cuentas mediante otro ritual electoral igualmente desprovisto de contenido decisorio.
Conclusión
Colombia encarna con particular nitidez una condición universal. La Constitución de 1991, llamada la Constitución de los Derechos Humanos, multiplicó los mecanismos de participación, desde el voto hasta el plebiscito, el referéndum, la consulta popular, el cabildo abierto y la revocatoria de mandato. Pero esta proliferación de instrumentos participativos no modificó la estructura fundamental del poder. Gustavo Petro, primer presidente de izquierda en la historia del país, enfrenta los mismos obstáculos institucionales que el sistema representativo fue diseñado para erigir. El Congreso puede bloquear cualquier reforma; la Corte Constitucional puede invalidar cualquier ley; los poderes fácticos, económicos y mediáticos, operan sin mandato electoral alguno.
Quien deposita una papeleta en una urna no ejerce poder; lo transfiere. No decide sobre impuestos, tratados, guerras, pensiones, salud, educación ni medio ambiente. Autoriza a otros a decidir sobre todo esto durante cuatro, cinco o seis años, sin ninguna garantía de que sus preferencias serán respetadas. El sistema representativo no es una forma imperfecta de democracia; es su negación conceptual, heredada de hombres que rechazaban explícitamente el gobierno del pueblo y diseñaron instituciones para impedirlo. El primer paso hacia cualquier transformación política consiste en nombrar correctamente las cosas. No vivimos en democracias; vivimos en oligarquías electivas donde el pueblo elige a sus gobernantes pero no gobierna. Hasta que esta distinción elemental sea comprendida masivamente, la ilusión democrática seguirá funcionando con la eficacia silenciosa de un mecanismo bien aceitado…
G.S.
Fuentes
- Madison, James. Federalist Paper No. 10. 1787.
- Madison, James. Federalist Paper No. 14. 1787.
- Sieyès, Emmanuel-Joseph. Discours sur la question du veto royal. Assemblée Nationale, 7 septembre 1789.
- Manin, Bernard. Principes du gouvernement représentatif. Calmann-Lévy, 1995.
- Constitutional history of Colombia. Wikipedia, consultado noviembre 2025.
- Colombian Constitution of 1991. Wikipedia, consultado noviembre 2025.
- Globalex. An Introduction to Colombian Governmental Institutions and Primary Legal Sources. NYU Law.
- ConstitutionNet. Constitutional history of Colombia. International IDEA.


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