Si existe un deporte capaz de desatar pasiones planetarias con una regularidad casi mecánica, ese deporte es el fútbol, y esta regla parece aplicarse con rigor implacable a todos los países del mundo sin excepción alguna. En mi caso particular, sin embargo, esta ley sociológica universal jamás funcionó. Al pertenecer simultáneamente a varias culturas diferentes, al haber navegado desde la infancia entre sistemas simbólicos incompatibles entre sí, nunca desarrollé esa forma primitiva de adhesión tribal que llamamos nacionalismo, ni ese sentimiento visceral de pertenencia patriótica que constituye el combustible emocional primario de cualquier hinchada. Por consiguiente, nunca me sentí atraído por un deporte cuya función social fundamental consiste precisamente en exaltar la pertenencia a una nacionalidad en particular, en transformar accidentes geográficos de nacimiento en destinos metafísicos irrevocables.
Además, el fútbol, como la inmensa mayoría de deportes de equipos, siempre me ha parecido profundamente aburrido. Prefiero de lejos los deportes individuales donde puede realmente apreciarse el talento específico del deportista, su soledad frente al desafío, su responsabilidad total e indelegable. Comparto esa visión según la cual el fútbol constituye una manera moderna de ir a la guerra, una sublimación apenas disfrazada del conflicto ancestral entre tribus. En tiempos antiguos, los pueblos se enfrentaban físicamente y los vencedores traían trofeos de vuelta a casa, exhibiendo los despojos del enemigo como pruebas de su superioridad. Hoy en día veo esa misma imagen bárbara, ese mismo frenesí primitivo en los adoradores del juego de la pelota, en su manera de pavonearse tras una victoria como si ellos mismos hubieran ejecutado las proezas atléticas que en realidad solo contemplaron pasivamente desde las gradas o desde el sofá de su sala.
Nunca tuve un cuerpo atlético. Muy joven me di cuenta de que en la vida me tocaría usar más la cabeza que el físico, constatación que no constituía ni una elección ni una vocación sino simplemente la aceptación lúcida de una realidad corporal inmutable. Intenté en algunas ocasiones jugar con amigos que me invitaban a ese ritual como si fuera algo exaltador, iniciático. Para mí no lo era. Era torpe con la pelota y además me desagradaba profundamente la idea de chocarme contra cuerpos de adolescentes prepúberes llenos de testosterona y chorreando sudor, ese contacto físico que otros experimentaban como camaradería viril y que yo percibía como una forma de promiscuidad desagradable. El fútbol en Europa, como en cualquier otra parte del mundo, forma parte integral de la cultura, pero antes de detallar esas características específicas de los partidos europeos, debo contar mi encuentro con el fútbol colombiano, encuentro que revelaría dimensiones insospechadas de una pasión que creía comprender pero que en realidad me era totalmente extranjera.
Mis padres vivían en Barranquilla desde 1996. Cuando solía venir de vacaciones a visitarlos desde Suiza, simpatizaba con jóvenes vecinos de mi edad que intentaron, con esa persistencia característica de quienes no conciben que alguien pueda ser indiferente a su pasión, integrarme a ese ritual del juego en equipo. En Barranquilla, como supongo que en otras ciudades de Colombia también, se jugaba con la legendaria bola de trapo. Esta bola de trapo se adquiría mediante una vaca, ese sistema de financiamiento colectivo típicamente colombiano donde cada participante aportaba su cuota y el que más dinero ponía se quedaba investido con la sagrada responsabilidad de custodiar el balón. Era práctica, pequeña, relativamente económica considerando su naturaleza efímera. La bola de trapo se perdía con frecuencia alarmante en patios de casas vecinas, lo que obligaba a designar un voluntario que debía enfrentarse al dueño de la propiedad en cuestión para negociar su devolución. Si el dueño no estaba presente, lo que era peor, el valiente designado debía armarse de coraje para enfrentarse al rottweiler que generalmente custodiaba estos territorios hostiles. Eso sí, la bola de trapo se desgastaba mucho más rápido que un balón convencional, convirtiéndose en objeto de reemplazo constante, en una inversión periódica que requería nuevas vacas y nuevas negociaciones sobre quién aportaba qué.
En mis intentos de integrarme a estos juegos, descubrí rápidamente que mi torpeza con la pelota alcanzaba niveles casi cómicos. Con frecuencia, en momentos de desesperación o pánico cuando la pelota se dirigía hacia mí a velocidad amenazante, metía la mano para detenerla, gesto que en el fútbol constituye una falta capital y que me valió el apodo inmediato y permanente de Manotas. Mis compañeros de juego gritaban “¡Manotas otra vez!” cada vez que mi instinto de supervivencia prevalecía sobre las reglas del deporte, y yo me disculpaba con una sonrisa avergonzada mientras ellos negaban con la cabeza, resignados a tener en su equipo a este extranjero incompetente que ni siquiera dominaba los fundamentos más básicos del juego nacional.
Barranquilla, hogar del famosísimo estadio Metropolitano y sede del Junior de Barranquilla, posee hinchas fanáticos por doquier. El Junior está presente en cualquier parte de la ciudad, omnipresente como un dios menor pero todopoderoso: en los buses, en las prendas, en las tiendas, hasta en los calendarios de las cocinas o en los llaveros de los choferes de taxi. Para rematar, en esa época, el Pibe Valderrama y Valenciano eran los héroes de la ciudad, figuras casi mitológicas cuya sola mención provocaba reacciones de veneración religiosa. Cada vez que jugaba el Junior en casa, la ciudad se paralizaba. Las tiendas alquilaban pantallas gigantes y se llenaban de aficionados enloquecidos chupándole el pico al Águila que indicaba aún en ese entonces en la etiqueta la inscripción “Cervecería de Barranquilla”. Si había un evento que paralizaba la ciudad más que los legendarios arroyos que inundaban las calles con regularidad apocalíptica, era un partido del Junior.
Con frecuencia iba a visitar a mi amigo Erick, vecino de mis padres. Él y su hermano me enseñaron todos los códigos de ese deporte que en realidad nunca fue parte de mi cultura. Yo fingía conocer, asentía con la cabeza en los momentos apropiados, pero en realidad descubría un mundo que me era totalmente extranjero, un sistema de referencias incomprensible. Y es precisamente por ser extranjero que ellos me explicaban pacientemente las reglas, los mitos, las rivalidades históricas, lo que ayudaba a que disimulara que yo era en realidad un neófito absoluto en la materia, un ignorante completo disfrazado de conocedor discreto.
Me sorprendía ver a toda la familia aglutinada alrededor del televisor: mamá, hermanas, tíos, amigos, primos y vecinos formaban una asamblea tribal unida por el mismo fervor. Se cocinaba, se comentaba cada jugada con una intensidad desproporcionada. Y de repente, como si un interruptor invisible se accionara, empezaba el partido y el mundo exterior dejaba de existir por completo. En esa época siempre comentaba los partidos Édgar Perea, voz dominante del fútbol colombiano en radio y televisión. Con su estilo exuberante, dramático, con frases célebres que marcaron toda una época, Perea poseía además esa extraordinaria facultad de caudal verbal que ni un descifrador de códigos de la CIA hubiera podido seguir en tiempo real, un torrente de palabras que se precipitaban unas sobre otras en cascada ininterrumpida, frases como “la pelota no se mancha pero quién sabe si el que la toca” o “gol gol gol golazo increíble fenomenal espectacular” pronunciadas a tal velocidad que resultaba imposible determinar dónde terminaba una palabra y empezaba la siguiente.
A medida que transcurría el partido, según quién iba ganando, mi entorno se transformaba en una misa de fervor deportivo que ganaba en intensidad conforme los pases estratégicos o las faltas sucedían durante el encuentro. El partido era regularmente interrumpido por cortes comerciales que de manera aleatoria se presentaban en pleno gol, dando lugar a los madrazos más creativos de la lengua costeña, insultos de una inventiva lingüística realmente notable. Estratégicamente, algún miembro de la familia alternaba entre el canal de radio y el de televisión para que el flujo de información fuese continuo y sin los molestos anuncios de Chocoramo o Seguros Bolívar. Y cuando el gol llegaba, la histeria colectiva alcanzaba su paroxismo. Se oía gritar hasta los vecinos “Junior es tu papá”, frase que constituía la cumbre absoluta de la provocación futbolera local. La gente se abrazaba con una emotividad desbordante, y empezaba a sonar a todo volumen los éxitos salseros del momento para celebrar esta victoria provisoria sobre el absurdo de la existencia.
***
Como ya lo había mencionado en varias de mis anécdotas, llegué a Bogotá en 1991. En ese entonces mi vida oscilaba entre el barrio Chapinero donde yo vivía y la Javeriana, trayecto que constituía el perímetro completo de mi geografía existencial. En el 93, vivía junto a mi novia María Camila en un apartamento de la 53 en chapinero compartido con varias personas, en un primer piso. El apartamento pertenecía a una amiga suya, productora de programas de televisión que había logrado cierta estabilidad económica en esa industria entonces floreciente. Compartíamos el espacio con algunos conocidos que en realidad yo no conocía bien, esas personas con las que uno convive durante meses intercambiando saludos corteses sin nunca llegar realmente a intimar, manteniendo esa distancia educada que caracteriza las cohabitaciones urbanas contemporáneas. El apartamento era amplio, con esa amplitud característica de los apartamentos bogotanos de clase media de la época.
Ese día jugaba la selección Colombia contra Argentina en Buenos Aires para las eliminatorias del mundial. Nunca antes me había tocado asistir, ni siquiera como espectador pasivo, a una eliminatoria de la selección. Como no era devoto de esos eventos deportivos, yo estaba tranquilamente leyendo en mi habitación mientras todos los habitantes de la colectividad estaban aglutinados en la sala frente a la pantalla. El ambiente era similar al de Barranquilla, solo que ahora la cerveza de rigor era Póker en lugar de Águila, diferencia regional que constituía motivo de disputas identitarias serias entre costeños y cachacos. En esa ocasión no era Édgar Perea quien comentaba sino el legendario William Vinasco, cuya voz se convertiría en la banda sonora de una tarde memorable. La verdad, yo no tenía mucha fe en que la selección saliera ilesa de un encuentro de ese tamaño frente al equipo argentino, y menos en Buenos Aires, bastión futbolero donde las derrotas visitantes se consideraban casi una fatalidad estadística.
Empieza el partido. Empiezo mi lectura, atento de lejos a los gritos de mis amigos en el salón. Por la intensidad de sus cuerdas vocales afinadas al unísono, podía darme cuenta a distancia de la evolución del evento sin necesidad de verlo directamente. Pasan cuarenta minutos sin que nada extraordinario sucediera. Notaba que la Séptima estaba bastante desocupada, hecho insólito para un viernes cualquiera. Deduje que los siete millones de bogotanos debían de estar frente al televisor, participando de este ritual colectivo obligatorio. Cuando de repente llega el gol. Nada del otro mundo en términos sonoros al principio, pero los gritos colectivos eran evidentemente alegres. Deduje que Colombia había marcado, lo que me sorprendió genuinamente. Justo después había terminado el primer tiempo y fui a asomarme al salón. Todos arbolaban sonrisas de una amplitud inusual y uno de ellos no tardó en brindarme una Póker al clima, gesto de fraternidad deportiva que acepté por cortesía.
Me fumé un cigarrillo con ellos, di algunos plones a un bareto que circulaba en sentido horario como si fuera un cáliz sagrado, y regresé a mi lectura. Si no mal recuerdo, estaba leyendo Las venas abiertas de América Latina, el libro de Eduardo Galeano que muchos estudiantes que éramos me recomendaban para enterarme de la trágica historia del continente suramericano, de su condición perpetua de despojo y explotación. Algunos minutos más tarde, la voz de William Vinasco vuelve a resonar en el apartamento, señal de que el segundo tiempo había empezado. Y de repente, sin que me lo esperara, sobresalté al escuchar los gritos de lo que sería un segundo gol.
Si el primero estaba acompañado de gritos felices, este segundo ganó el doble en intensidad. Deduje que Colombia había vuelto a marcar. Me levanté curioso y efectivamente constaté que el marcador estaba en dos a cero. William Vinasco redoblaba de intensidad en su discurso, transformándose paulatinamente en una especie de oráculo délfico poseído por fuerzas superiores, gritando cosas como “Colombia está jugando un fútbol de otro planeta, esto no se veía desde los tiempos de la Guerra de los Mil Días” en esa mezcla incomprensible de referencias futboleras e históricas que caracterizaba su estilo. Mis compañeros de apartamento pedían más Póker, la fiesta se prendía con una aceleración exponencial. María Camila, que generalmente mantenía una compostura calmada en situaciones sociales, empezaba a mostrar signos de excitación poco característicos en ella. Yo, muy escéptico por naturaleza y por experiencia, pensé que Argentina iba a despertarse de su letargo y que la fiesta no duraría mucho, que el orden natural de las cosas se restablecería inevitablemente.
Regreso a mi habitación y vuelvo a sumergirme en el libro, aprendiendo cómo América Latina ha sido tratada como una región proveedora de materias primas, explotada sistemáticamente por potencias extranjeras en una continuidad histórica deprimente. La ironía de estar leyendo sobre el saqueo del continente mientras afuera se celebraba un partido de fútbol como si constituyera una victoria geopolítica real no se me escapaba, pero decidí no verbalizarla. Pasan treinta minutos y de nuevo llega un gol. Esta vez los gritos no eran de felicidad simple sino de histeria colectiva descontrolada, de éxtasis casi religioso. Me quedé mirando la Séptima vacía por la ventana de la habitación, preguntándome si acaso Argentina había marcado y si estos eran gritos de desesperación y desilusión. Me levanté, entré en el salón y todos me abrazaron con una efusividad casi violenta. Estaban alegres, felices y hasta sorprendidos de que el marcador siguiera a favor de Colombia. Por lo visto estábamos viviendo un momento excepcional, un acontecimiento que trascendía lo meramente deportivo. Así que decidí, en un acto que contradecía completamente mis principios declarados sobre el fútbol, acompañarlos para el resto del partido que no iba a tardar en terminar. Me senté en el sofá al lado de María Camila, quien me agarró la mano con una intensidad inusual, como si mi presencia fuera necesaria para mantener la buena suerte de la selección.
Vuelve a arrancar el partido. Y sorpresa: no habían pasado cuatro minutos cuando otro gol se invitaba al marcador. En ese momento vi a mis compañeros de apartamento transformados, poseídos por una fuerza que los superaba completamente. La productora de televisión, normalmente tan profesional y contenida, gritaba obscenidades con un entusiasmo que jamás le había visto. Yo mismo, a pesar de mi escepticismo constitutivo, de mis años de indiferencia cultivada hacia este deporte, me dejé llevar por la histeria colectiva. Nadie se la creía. Estábamos presenciando algo imposible, algo que contradecía todas las leyes de probabilidad futbolera. Cuando llega el cinco a cero minutos después, la voz ya desgastada de William Vinasco suelta un “¡Colombia hijueputa!” que quedará grabado en los anales de la historia del periodismo deportivo colombiano. Mi entorno se despelota metafórica y literalmente. El fervor de mis compañeros llega a un clímax que jamás se vería en Suiza, donde incluso en momentos de máxima emoción deportiva la gente mantiene una compostura civilizada, donde los gritos son contenidos y las celebraciones se limitan a aplausos educados y tal vez una copa de vino espumoso. Aquí, en cambio, reinaba el caos más absoluto. Gritos que hubieran alarmado a cualquier vecino suizo convencido de que se estaba cometiendo un asesinato múltiple, llanto masculino sin pudor alguno, abrazos indiscriminados, besos entre desconocidos, música a todo volumen, ron Viejo de Caldas apareciendo de ninguna parte como si se materializara por generación espontánea, piso pegajoso de cerveza regada, el ratón Pérez escapándose de la mesa en ruinas… Estaba presenciando un mini apocalipsis donde la felicidad desbordaba por todos los poros de las paredes del apartamento, donde la alegría se manifestaba con una violencia casi aterradora.
Regresé brevemente a mi habitación en búsqueda de un nuevo paquete de cigarrillos Mustang Rojo y fue allí, mirando por la ventana, donde vi la locura que se estaba desatando en toda la Séptima. La avenida estaba completamente atascada pero nadie parecía importarle. La gente salía de sus vehículos y bailaba encima de los capós y los techos como si los carros fueran tarimas improvisadas. Desconocidos se abrazaban en plena calle con una familiaridad que solo las grandes catástrofes o las grandes alegrías pueden producir. Alguien había empezado a lanzar maicena al aire como si fuera carnaval de Barranquilla trasplantado milagrosamente a Bogotá, esa ciudad generalmente tan seria y contenida. La música invadía cualquier espacio disponible, saliendo de apartamentos, de carros, de tiendas, creando una cacofonía de salsa, vallenato y rock que de alguna manera inexplicable armonizaba en una celebración única. Era como si la ciudad entera hubiera perdido momentáneamente la cordura, como si ese cinco a cero hubiera abierto una brecha en la realidad cotidiana por donde se escapaba una alegría contenida durante demasiado tiempo.
Comprendí entonces, observando ese desborde colectivo desde mi ventana con un cigarrillo en la mano y el ruido de la celebración entrando por todos los poros del apartamento, que el fútbol no era simplemente un deporte sino una válvula de escape necesaria, un mecanismo social que permitía a toda una población expresar emociones que la vida diaria obligaba a reprimir. Era, en su esencia más profunda, una forma de resistencia contra la mediocridad organizada de la existencia, contra el peso aplastante de lo cotidiano. En un país donde las victorias políticas eran escasas y las derrotas económicas demasiado frecuentes, donde la violencia amenazaba constantemente con desbordar cualquier intento de normalidad, un triunfo deportivo de esta magnitud adquiría dimensiones casi metafísicas. No era simplemente que Colombia hubiera derrotado a Argentina cinco a cero en Buenos Aires. Era que por una tarde, por unas horas preciosas, los colombianos podían sentirse superiores, invencibles, dignos de respeto internacional. Era una victoria simbólica que compensaba temporalmente décadas de humillaciones históricas, de complejos de inferioridad cultivados por siglos de colonización y explotación. Y aunque yo seguía sin entender realmente la pasión por ese deporte, aunque seguía pensando que en el fondo veintidós hombres corriendo detrás de una pelota era un espectáculo de una futilidad casi cósmica, podía al menos comprender su función antropológica, su necesidad casi metafísica en sociedades donde las victorias son escasas y las derrotas demasiado frecuentes. Esa tarde, Colombia no estaba simplemente ganando un partido de fútbol. Estaba, por un momento fugaz pero intenso, reescribiendo su lugar en el mundo…
G.S.


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