A las once y media de la mañana el sol en Barranquilla alcanza una intensidad que hace transpirar a través de la ropa. Las mujeres que caminan por la calle Murillo hacia el centro llevan blusas de tela sintética que se adhieren a la espalda, el pelo recogido para soportar los 36 grados que marca el termómetro de la farmacia Copidrogas. En la esquina con la carrera 43, tres hombres de entre cuarenta y sesenta años ocupan sillas plásticas bajo la sombra escasa de un almendro. Uno vende minutos de celular, otro lustra zapatos, el tercero simplemente está ahí porque no tiene otro sitio donde estar. Llevan allí desde las siete de la mañana y seguirán hasta las seis de la tarde, seis días por semana, observando el tránsito humano con la regularidad de quien cumple un turno de vigilancia no remunerado.
Cuando pasa una mujer de menos de cuarenta años con rasgos físicos que se ajustan a los estándares convencionales, uno de ellos dice algo. No siempre el mismo, existe una rotación tácita que distribuye el esfuerzo. “Mamacita, si cocinas como caminas me como hasta el pegao”. La frase se lanza al aire con volumen calculado, lo suficientemente alto para que ella la escuche, lo suficientemente contenido para mantener la ficción de que se trata de un comentario entre amigos que ella intercepta casualmente. Los otros dos ríen. La mujer sigue caminando sin modificar el ritmo, sin girar la cabeza, con esa capacidad desarrollada desde la adolescencia para continuar la trayectoria como si nada hubiera ocurrido mientras el cerebro procesa simultáneamente tres cálculos: si detenerse comporta riesgo, si responder agresivamente comporta riesgo mayor, si ignorar completamente generará escalada verbal. Todo esto sucede en menos de dos segundos y no deja registro visible excepto quizás una mínima contracción en los músculos del cuello.
El hombre que habló experimenta una satisfacción difusa. Ha cumplido con algo, ha demostrado ante sus compañeros que conserva vigor, que la edad no ha anulado completamente su capacidad para intervenir en el espacio erótico aunque sea de forma puramente declarativa. La frase no esperaba respuesta real, no contemplaba siquiera la posibilidad de iniciar un intercambio genuino. Su función se agota en el momento de emisión, en el reconocimiento de los otros hombres, en la pequeña alteración que produce en la trayectoria anímica de la mujer. Eso basta. En cuatro minutos pasará otra y el ciclo se repetirá con variaciones mínimas en el texto pero idéntica estructura.
La creatividad verbal del piropo costeño constituye un hecho objetivo. Existe efectivamente una tradición de elaboración metafórica que supera con creces el estándar latinoamericano. Donde en Buenos Aires o Guadalajara el comentario callejero se limita a “qué linda” o “mamita rica”, en Cartagena o Santa Marta se despliega un arsenal de imágenes que combinan el registro popular con cierta ambición poética. “Tanta curva y yo sin frenos”. “Hermana, el que te hizo no dejó molde”. “Si la belleza fuera delito andarías con cadena perpetua”. Las frases circulan, se repiten, se transmiten entre generaciones con la misma lógica con que se preservan los chistes o las canciones infantiles. Algunos hombres memorizan repertorios completos, establecen jerarquías implícitas entre piropos según su grado de ingenio o novedad. La mujer funciona como pretexto para el ejercicio retórico, del mismo modo que el balón de fútbol es pretexto para la demostración de habilidad técnica. Que el balón no haya solicitado ser pateado resulta irrelevante para la lógica del juego.
Lo notable es la persistencia. En las ciudades del interior colombiano el piropo callejero ha disminuido visiblemente en las últimas dos décadas, erosionado por cambios en las sensibilidades urbanas, por legislación que tipifica el acoso, por modificaciones lentas en las configuraciones de género. En la costa Caribe la práctica se mantiene con vitalidad casi intacta, defendida explícitamente como patrimonio cultural, como expresión de una identidad regional que se resiste a la homogeneización. Los hombres que la practican no experimentan vergüenza ni autocuestionamiento. Las mujeres que la padecen han desarrollado estrategias de procesamiento que les permiten funcionar sin colapso psíquico, del mismo modo que los habitantes de ciudades contaminadas desarrollan tolerancia a niveles de toxicidad que en otros contextos resultarían inhabitables.
En el malecón de Cartagena, pasadas las ocho de la noche cuando baja marginalmente la temperatura, las turistas europeas caminan con ropa ligera disfrutando de la brisa que viene del mar. No han desarrollado los protocolos de navegación que poseen las mujeres locales. Se detienen a mirar el agua, sacan fotografías, sonríen abiertamente. Los vendedores ambulantes, los fotógrafos informales, los músicos que ofrecen serenatas a cambio de propina interpretan estas señales como disponibilidad. “Reina, tan linda, de dónde eres”. “Princesa, qué ojos, pareces actriz”. Ellas responden a veces con amabilidad genuina, educadas en contextos donde la interacción verbal con desconocidos no comporta necesariamente amenaza. No perciben inmediatamente que el intercambio tiene estructura predefinida, que la pregunta sobre su origen no busca información sino establecer posición en una negociación implícita. Cuando la conversación deriva hacia invitaciones a tomar algo, a conocer un lugar especial, a dejarse acompañar, algunas descubren tarde que han participado sin saberlo en un juego cuyas reglas desconocían.
Los hombres que practican estas formas de abordaje no son monstruos ni sádicos. Son individuos que operan dentro de códigos aprendidos, que reproducen pautas validadas socialmente, que experimentan el rechazo femenino como injusticia personal dado que están cumpliendo correctamente con el libreto establecido. La frustración es genuina. Han invertido esfuerzo en memorizar frases ingeniosas, en calcular el momento oportuno, en modular el tono para evitar parecer agresivos. Que este esfuerzo no sea reconocido ni recompensado les resulta incomprensible. Algunos desarrollan resentimiento explícito, transitan hacia la hostilidad abierta cuando acumulan suficientes rechazos. Otros simplemente continúan repitiendo las fórmulas con la esperanza estadística de que eventualmente alguna mujer responderá positivamente, porque eso ocurre a veces, no con frecuencia pero con regularidad suficiente para mantener activo el mecanismo.
La dimensión económica resulta inseparable del fenómeno. El hombre que pasa diez horas diarias en un empleo informal que le reporta entre treinta y cincuenta mil pesos carece de los recursos materiales que en otros estratos sociales facilitan el acceso sexual. No puede invitar a restaurantes, no posee automóvil, no dispone de apartamento privado. El piropo constituye su única forma de capital erótico, el único activo que puede movilizar sin inversión monetaria. La elaboración verbal compensa la ausencia de otros atractivos. Esto no justifica la práctica pero explica su intensidad particular en contextos de precarización económica extrema. La mujer que transita representa un bien inalcanzable que puede ser poseído al menos verbalmente, reducido a objeto de comentario si no puede ser objeto de consumo real.
Existe también el piropo que renuncia completamente a la seducción y funciona como pura afirmación de dominio territorial. “Qué culo tan rico”. “Esas tetas pa’ mí”. Enunciados que no pretenden agradar ni demostrar ingenio, que simplemente marcan presencia, que recuerdan a la mujer que su tránsito por el espacio público está sujeto a evaluación permanente. La vulgaridad es deliberada, forma parte del mensaje. El hombre que lo emite no espera sonrisa ni respuesta, busca únicamente que ella sepa que él puede hablar y ella debe escuchar, que existe asimetría fundamental en quién detenta derecho a interrumpir y quién debe procesar la interrupción.
Las defensoras del piropo, que existen en número no despreciable incluso entre mujeres, argumentan que se trata de costumbre inofensiva, que las extranjeras y las feministas carecen de sentido del humor, que la intención es halagar no agredir. Esta posición requiere no registrar la frecuencia, no contabilizar que una mujer promedio en Barranquilla recibe entre cinco y quince comentarios no solicitados en un trayecto de veinte cuadras, no imaginar el efecto acumulativo de ser interrumpida constantemente por valoraciones que no pidió y no puede evitar. Requiere también ignorar que cuando la mujer responde negativamente o con indiferencia, el halago se transforma con frecuencia en insulto. “Qué linda” muta en “fea hijueputa” en el lapso de tres segundos, revelando que la supuesta admiración estaba condicionada a la recepción sumisa.
La cultura costeña efectivamente posee particularidades. El calor obliga a formas de sociabilidad callejera más intensas que en climas templados. La historia de mestizaje genera códigos relacionales distintos a los del interior andino. La música, el carnaval, la gastronomía construyen una identidad regional fuerte que se defiende frente a lo que se percibe como imposición bogotana. Pero invocar la especificidad cultural para preservar mecanismos de subordinación constituye operación ideológica clásica. Todas las formas de dominación se presentan como tradición venerable cuando se ven amenazadas. La ablación genital es tradición en ciertos contextos, el matrimonio infantil es tradición en otros, la prohibición de educación femenina fue tradición durante siglos. Que algo sea tradicional no lo convierte en defendible, simplemente indica que lleva tiempo establecido.
El piropo caribeño persiste porque satisface necesidades que no son principalmente eróticas. Permite a hombres sin recursos económicos ni perspectivas de movilidad social ejercer forma de poder que el orden económico les niega en otros ámbitos. Ofrece válvula de escape para frustraciones que no encuentran cauce productivo. Mantiene jerarquías de género que compensan psíquicamente la subordinación de clase. Las mujeres que lo toleran o defienden participan del mismo mecanismo de supervivencia que opera en cualquier sistema opresivo estable, la internalización de las reglas como forma de reducir el costo psíquico de la resistencia permanente.
A las seis de la tarde los tres hombres bajo el almendro recogen sus sillas plásticas. Han ganado quizás veinticinco mil pesos entre los tres. Caminan hacia sus casas en barrios donde no hay agua potable cinco días por semana, donde el transporte público tarda hora y media en llegar al centro. Mañana volverán a la misma esquina y repetirán la rutina con exactitud casi perfecta. Las mujeres que pasaron frente a ellos llegarán a sus empleos en oficinas con aire acondicionado o a sus turnos en hospitales saturados, procesarán los comentarios recibidos con el mismo automatismo con que procesan el calor y el tráfico, fenómenos inevitables del entorno que deben ser tolerados porque no existe alternativa práctica inmediata. Nadie cambiará de opinión. Nadie experimentará revelación súbita. El sistema funciona precisamente porque se reproduce sin necesidad de que los participantes lo comprendan o lo deseen activamente. Simplemente está ahí, como el sol a las once y media de la mañana, inevitable y abrasador…
G.S.
Piropos costeños creativos (por categoría retórica):
Lógica absurda:
- Si cocinas como caminas, me como hasta el pegao
- Tanta curva y yo sin frenos
- Qué ojos tan lindos, lástima que sean dos
- Tan linda que hasta fea te ves bien
Hipérbole barroca:
- El que te hizo se quedó sin material
- Si la belleza fuera delito, tendrías cadena perpetua
- Tanta belleza debería ser ilegal
- Dios hizo el mundo en siete días, pero a ti te dedicó uno completo
Registro culinario:
- Quisiera ser frijol para dormir en tu ollita
- Si fueras arroz, te comería sin cucharita
- Mamita, estás pa’ comerte sin sal
- Tan dulce que me da diabetes de mirarte
Elaboración metafórica:
- Si ser linda fuera pecado, irías directo al infierno
- Qué desperdicio verte caminar sola
- Con ese cuerpo deberías pagar impuesto
- Hermana, no dejaste modelo
Surrealismo involuntario:
- Tan linda que hasta el oxígeno te queda grande
- Si las estrellas cayeran cada vez que pienso en ti, el cielo estaría vacío
- Quisiera ser lágrima para nacer en tus ojos y morir en tus labios
- Bendita la madre que te parió y el padre que la ayudó


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