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SÍNTESIS INICIAL
Durante años, una copia mutilada de Un perro andaluz circuló en el Cine Club de Colombia sin la escena del ojo rasgado. Alguien había extraído quirúrgicamente los 96 fotogramas que contenían la imagen más emblemática del surrealismo cinematográfico. Este ensayo memorialístico reconstruye la experiencia de una generación de cinéfilos bogotanos que, en plena época de violencia fratricida, se indignaba ante la censura del filme pero permanecía indiferente ante las imágenes cotidianas de decapitaciones en los periódicos vespertinos. La mutilación del objeto cinematográfico replica la fragmentación de la violencia real. El robo del fotograma creó, paradójicamente, la obra maestra del terror cinéfilo: la ausencia de la imagen resultó más perturbadora que su presencia.
Humor acuoso
Jamás hubiésemos imaginado que la película más terrorífica que tendríamos que ver por años fuese aquella única copia en 16 mm de El Perro Andaluz, a la que se le había mutilado el fragmento del cercenamiento del ojo. Solo muchos años después, de que las películas dejaran de ser las cintas traslúcidas enrolladas en carretes, para ser ensartadas con nuestros dedos en los piñones de un proyector que las engullía, halándolas y frenándolas 24 veces por segundo, para iluminar sus fotogramas ahí congelados y devolverles una vida ya gastada, de sucias imágenes rayadas, medio quemadas de tanto ser atravesadas por la luz de la lámpara. Para que en la pantalla siempre fueran acogidas fugazmente ante nuestras miradas atónitas, pudimos ver finalmente en copias de video aquella imagen negada que a tantos otros había hecho cerrar los ojos.
Mientras tanto, sus 21 minutos y 49 segundos originales fueron siempre menos, pues un fanático y fetichista coleccionista había decidido hacer suyo aquel fragmento en que la navaja abierta en las manos de Don Luis (suponíamos que era él a pesar del montaje) rasgaba el ojo abierto de una mujer, permitiendo que el líquido del globo ocular se vaciara y precipitara hacia afuera, dando paso a ese torrente de imágenes libremente asociadas con que Buñuel y Dalí buscaban sacudir la percepción y la conciencia de unos espectadores muy acomodados en sus butacas. La imagen de ese humor acuoso derramado se desvaneció como un fantasma para quienes sabíamos de su existencia y la esperábamos, pues habíamos leído de antemano la película en los textos sagrados de Historias y teorías del cine y en sus guiones ilustrados. Fuimos unos principiantes defraudados ante la falta de la imagen iniciática, en medio de la excitación de nuestro deseo de verla por primera vez. Esta fue una ceremonia profanada, un acto fallido, una promesa incumplida. Nuestra pulsión libidinal de mirones quedaría siempre insatisfecha. Al horror, el desconcierto y la rabia generada por la frustración se sumaba la explicación de algún cinéfilo veterano que especulaba sobre quién pudo haber sido su raptor, por quien deseamos en ese momento hacer justicia por mano propia: diente por diente, ojo por ojo. Sin que las inmediatas conjeturas sobre los motivos del hurto tuviesen una respuesta clara, volvíamos con indignación a disponernos para ver el resto del filme. Lo más extraño es que nunca nos preguntamos de lo que pudiese significar este ojo doblemente cortado, esta doble desaparición, negación del objeto y de su imagen. Lo único que quedaba claro era la exacta extracción de los 96 fotogramas que comprendían las dos tomas usurpadas, indicando claramente que no se trataba de deterioro del material ni de algún tipo de accidente, sino de un acto premeditado. Incluso cuando don Hernando Salcedo, director del Cine club de Colombia a quien pertenecía la copia, advertía al prestarla de su aminorado estado, lamentándose no poder entender las razones del bárbaro atentado a nuestro incipiente patrimonio. El de este primer archivo fílmico constituido en nuestro país con la generosa paciencia de Don Hernando, y al que se sumaban uno que otro clásico de Carné, Eisenstein, Renoir, Lang o De Sica.
La película amputada de aquella escena del cercenamiento se convirtió en única e incunable (definitivamente inédita) sin que siquiera sus irreverentes autores supieran de esta intervención quirúrgica, que incluso podrían haber gozado. La sutura estaba rústicamente hecha con cinta pegante que hacía saltar la imagen proyectada a su paso por el carril de la máquina Bell & Howell, evidenciando el crimen que quizá el culpable se abstenía de borrar en su totalidad. Pero una vez superado el brinco, volvía a fluir el torrente de imágenes como un perfecto ejercicio de invocación bretoniana a las perversidades reveladas en el mundo submarino de los sueños. Esta libre asociación de imágenes ya no estaba precedida por el ojo rasgado que dejaba derramar su interior: la abrupta sucesión de espacios discontinuos, situaciones inconclusas, primeros planos de objetos, animales y amputaciones humanas ya no tenían más explicación, ni causa, lógica o razón, tan solo la obsesión de poseer todo lo que un ojo puede ver. Quizá el cultivado censor no soportaba que esa imagen inicial diese lugar a explicaciones que nunca deberían darse, porque realmente no existían. Solo el terrorista Don Luis podría haber gozado de este acto, ya que le molestaba tanto la explicación de las imágenes oníricas en el cine, ese tranquilizador despertar de quien las sueña, el del momento en que unas manos frotan los ojos señalando la frontera entre los sueños y la vigilia, o el recurso de la gramática clásica de un montaje por disolvencia. Por el contrario, el máximo terror de quien sueña consiste en perder la sensación de límite que se desvanece entre el sueño y la vigilia, entre el cine y la realidad, ese momento en que sabiéndose en una pesadilla se quiere despertar y no se logra aún. Como si quisiéramos escapar de alguna perturbadora imagen proyectada, y dirigiéndonos hacia la puerta de salida de la sala, corremos las cortinas de terciopelo y color vino tinto pero estas solo abren a otra sala oscura, en la que continuamos buscando una salida y así sucesivamente. Perder la noción de realidad, transitar entre sueños y salas de cine alejándonos de un mundo exterior, que podría ser más caótico y violento que cualquier película. Finalmente preferíamos estar en el oscuro y laberíntico mundo que nos proponía el cine, antes que buscar la salida a las calles de una ciudad que no parecía tener muchas más salidas.
Fue así como el ladrón de fotogramas hizo que se cumpliera este anhelo surrealista entre nosotros, sembrando el terror entre los jóvenes cinéfilos de un país ajeno y distante, pero que parecía saber disfrutarlo o estar acostumbrándose a lo peor. Afuera de estas salas improvisadas en alguna casa inhabitada porque se arrendaba o vendía, y adaptada con algunas sillas, sillones, cojines o colchones; una pantalla hechiza y el proyector de 16 mm tomado prestado de alguna institución educativa; estaban las calles de una ciudad fría y sórdida que asechaba con sus asaltos, publicidad y mercancías. No era extraño encontrarse en estas calles aledañas a las casas en venta, los teatros, las universidades; las cafeterías y paraderos donde se exhibían los periódicos vespertinos con sus escabrosas noticias e imágenes de decapitaciones y amputaciones mediante sofisticadas técnicas: corte de florero, corte de franela, corte de corbata y otros cortes. Una cantidad de anatomías sensacionalistas de otros “cadáveres exquisitos” que salían a flote en los ríos de una geografía próxima, que eran ignorados (quizá inconscientemente) por quienes mirábamos sin pudor en un montaje de cortes directos: unos muñones de unas manos cortadas, unas hormigas que horadaban otras manos, dos burros pudriéndose encima de un piano de cola y el ojo cortado que no nos dejaron ver. Afuera continuaban las calles, caminos y ríos de un territorio en donde desde hacía tanto se asesinaba, violaba, torturaba y luego se borraba la huella del motivo criminal, quedando solo las imágenes del más perverso espectáculo, que ya no generaba preguntas ni emociones. La violencia del montaje de lo real por los medios hacía invisible los cortes y las discontinuidades de un país de vertederos de sangre y cuerpos. Las imágenes parciales e inconexas de la prensa ya no conmovían más allá del reconocimiento de este “lugar común”, donde, como el mismo Buñuel dijo: “se puede matar por una mala mirada”. Las imágenes que colgaban de las casetas de ventas de periódicos o paraderos ya no impresionaban más, sus gritos eran más mudos que el silencioso perro andaluz. Toda esta historia de violencias fratricidas no parecía ser advertida para quienes nos indignábamos ante la censura del ojo cortado, ante el hecho de que se nos prohibiera mirar un poco más. Toda una generación de cinéfilos que solo nos permitimos ver y reconocer con digna rabia el corte y la sutura de las dos tomas robadas a la película.
Quizá en las cinematecas de París, Nueva York o Londres, el atentado terrorista a una obra maestra del cine no hubiera quedado impune. Pero en nuestro mundo, la precariedad total nos habituaba a todo tipo de conformismos. Años más tarde, serían las cintas electromagnéticas de video, que ya disipaban este fetichismo del tacto, del recorte, de ver a trasluz, del olfato y el sabor a película impregnada de haluros de plata, las que paradójicamente permitieron ver la escena completa en que la luna era atravesada por una larga nube y el esperado ojo de la mujer era realmente el de una res. Su belleza era escandalosa, pero nosotros ya habíamos imaginado lo peor. Solo cuatro segundos echaron nuestras más perversas imaginaciones al traste, nuestro pirata que había dejado tuerto al perro para poseer lo que él consideraba el sumun del cine surrealista, sin saber nos brindó por algunos años la obra maestra del terror, o al menos del terror de los cinéfilos, quienes preferíamos el riesgo del ojo rasgado y otros horrores a la desaparición del fetiche, de la imagen sublimada, que reemplazó nuestra realidad inmediata.
M.D.


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