La información televisada constituyó el ruido de fondo permanente de mi infancia, esa rumorología distante de las catástrofes del mundo que mi padre absorbía metódicamente por la prensa escrita. En África, recibía los periódicos suizos por canales oscuros, probablemente la embajada o su red de cooperantes, esa pequeña burguesía expatriada que mantenía con un rigor casi maníaco el vínculo con la madre patria. La televisión local difundía un noticiero, pero no poseíamos aparato. No era tanto una cuestión de principios como una realidad técnica y cultural. El contenido ofrecido no justificaba la inversión material ni la atención que se le habría dedicado.
En 1985 nos mudamos a Suiza. Tenía trece años. Ya pasábamos allí nuestras vacaciones anuales y conservaba recuerdos fragmentados de la televisión suiza, de esos noticieros que petrificaban a los adultos en una atención casi religiosa. Los imitaba sin comprender nada de ese ritual colectivo, esa misa laica vespertina donde se celebraban los desastres planetarios con una sobriedad monástica. El presentador suizo, ese hombre que anunciaría el fin del mundo con el mismo tono que utilizaría para leer los precios de la bolsa, poseía una neutralidad clínica que bordeaba lo psiquiátrico. Su voz jamás temblaba. Su rostro jamás se alteraba. Podría estar describiendo un genocidio o los resultados del campeonato de curling con idéntica entonación. Era hermoso en su austeridad calvinista, en su rechazo absoluto a la emoción como categoría informativa válida.
Ese año, sin embargo, Colombia se desplomó en una serie de tragedias espectaculares. La toma del Palacio de Justicia en noviembre, luego la catástrofe de Armero días después. Mi madre estaba devastada. Recuerdo haber visto morir a Omaira en directo por la televisión europea, esa niña prisionera del lodo volcánico que filmaron con un pudor clínico durante tres días. El tratamiento mediático europeo poseía esa cualidad particular, una distancia profesional casi quirúrgica que transformaba el horror en información. Sin música dramática, sin voz temblorosa, solo los hechos entregados con una economía de medios que confinaba al ascetismo protestante.
Un año más tarde, en 1986, nos instalamos en Colombia por primera vez. Solo permanecí allí algunos meses antes de regresar solo a Suiza, mis calificaciones escolares en un liceo jesuita de Barranquilla habiendo revelado una incompatibilidad fundamental con el sistema educativo local. Pero durante esa breve estadía descubrí el noticiero colombiano. Fue una revelación antropológica de primer orden. Los patrocinadores se sucedían en una logorreica publicitaria que precedía cada información, sin importar su naturaleza macabra o festiva. “Esta inundación devastadora que dejó cincuenta familias sin hogar les es presentada por La Fina Chiffon”, seguido inmediatamente de Gloria Valencia de Castaño, ese espectro embalsamado de la alta sociedad colombiana, emergiendo en pantalla con su sonrisa impecable para explicar con voz melosa las virtudes untables de la margarina. La transición era instantánea, brutal. Del drama de las víctimas del desastre natural a la aristocracia bogotana vendiendo grasas vegetales con la misma solemnidad con que anunciaría un baile de beneficencia en el Club El Nogal. Pausas comerciales interrumpían el relato de las catástrofes nacionales con una naturalidad desconcertante. Los créditos dramáticos rugían como bandas sonoras de películas de catástrofe hollywoodenses, música orquestal digna de una invasión alienígena o del hundimiento del Titanic para anunciar un atraco en la Autopista Norte.
Los presentadores múltiples, especializados por rúbrica, adoptaban ese tono vocalmente exagerado, esa énfasis grotesca que transformaba cualquier noticia en tragedia shakesperiana. Todos lucían impecables. El cabello engominado resistía cualquier apocalipsis anunciado, el traje permanecía inmaculado mientras describían inundaciones que habían arrasado poblaciones enteras. Era como si la puesta en escena personal del presentador debiera compensar el caos descrito, como si su perfección estética fuera el último baluarte civilizatorio frente al derrumbe nacional. El conjunto duraba casi una hora, contra treinta minutos máximo en Suiza, donde un presentador único, sobrio, sin patrocinadores ni interrupciones publicitarias, entregaba las noticias del mundo con la neutralidad de un notario leyendo un testamento.
No comprendía. De dónde provenía esa estética rocambolesca, esa puesta en escena permanente de la información. Imaginaba un dramaturgo fracasado reconvertido en dirección editorial, un hombre que habría traspuesto al periodismo televisivo los códigos del melodrama teatral. Quizás la violencia endémica del país había generado esta necesidad de espectacularizar el horror cotidiano, de transformarlo en ficción soportable. Me formulaba una hipótesis inconsciente entonces, que solo cristalizaría años después. Tal vez la realidad colombiana era ya tan violenta, tan saturada de acontecimientos trágicos, que había que amplificarla aún más para volverla creíble, para que penetrara la coraza de indiferencia que el país había desarrollado como mecanismo de supervivencia psíquica. Sin la música orquestal dramática, sin las transiciones apocalípticas, sin esa voz que temblaba de pavor fingido, las noticias simplemente no atravesarían el umbral de percepción de una población anestesiada por décadas de masacres, secuestros, atentados.
Cuando regresé a Colombia en 1991, encontré esa misma puesta en escena grotesca, amplificada todavía. Esta vez me reí. Una risa franca que perturbó a mi entorno, incapaz de decodificar mi reacción. Comenzaba a entrever una verdad sociológica más profunda. No era solamente una moda o una deriva comercial. Era cultural, estructural incluso. Los colombianos poseían una relación con el drama, con la énfasis, con la puesta en escena que atravesaba todos los registros de su existencia televisiva. Descubrí más tarde las telenovelas y todo se iluminó. El noticiero no era más que una telenovela documental, un Sangre de Lobos de la actualidad nacional donde cada presentador interpretaba su papel con la seriedad de un actor de método stanislavskiano. Las transiciones entre segmentos replicaban exactamente esos zooms dramáticos sobre los rostros horrorizados de las actrices cuando descubren que su hermana es en realidad su madre y que su esposo las engaña con ambas. El mismo lenguaje visual, la misma gramática emocional aplicada indistintamente a la ficción y a la realidad.
Los colombianos son expertos en dramaturgia. Todo debe ser exagerado hasta el paroxismo, llevado a la incandescencia emocional. Esa voz grave que hace temblar los espíritus simples durante los titulares no era una aberración sino una expresión cultural coherente, una estética nacional del pathos televisivo. Comprendí entonces que existía una lógica profunda en todo esto. En un país donde la violencia real supera sistemáticamente cualquier ficción imaginable, donde los narcotraficantes construyen zoológicos privados con hipopótamos importados y los guerrilleros secuestran candidatos presidenciales, la realidad necesita ser dramatizada para seguir siendo distinguible del delirio colectivo. Sin los artificios teatrales, sin la musicalización excesiva, sin la sobreactuación de los presentadores, las noticias se confundirían con el ruido blanco de la cotidianidad violenta, ese zumbido permanente de la barbarie que se ha vuelto tan familiar que ya no se percibe.
Creí durante mucho tiempo que la globalización cultural terminaría por normalizar estos excesos, que la sobriedad europea se impondría como modelo universal del periodismo serio. Era una ilusión típicamente occidental, esa convicción de que nuestras normas terminarían contaminando el mundo entero. Recientemente vi el noticiero de RTVC. Nada había cambiado. Al contrario, todo se había intensificado. El crédito se asemejaba ahora al de un blockbuster apocalíptico, la voz del presentador goteaba de esa reverberación teatral que me recuerda los comerciales radiales de los años ochenta. Pareciera que sin estos artificios, sin esta dramaturgia excesiva, la información perdiera toda capacidad de impacto sobre la audiencia. Como si la realidad desnuda, entregada sin adornos, se hubiera vuelto insoportable o simplemente invisible.
Me pregunto a menudo cuál es la reacción de los colombianos que descubren por primera vez un noticiero europeo durante sus viajes. Sienten ese tedio mortal, esa impresión de vacío dramático. O por el contrario, experimentan un alivio ante esa sobriedad, esa economía de medios que deja respirar a la información. Si alguno de ustedes me lee, me gustaría conocer sus impresiones sobre ese choque estético, esa colisión entre dos maneras radicalmente opuestas de concebir la transmisión de la actualidad…
G.S.


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